Aunque era un impostor, las palabras de Jaime también hicieron al sol ocultarse tarde. Hilda se anotó a clases de boxeo con la ilusión de aprender a defenderse y le envió fotos con los guantes que él siempre respondió con halagos.

A pesar de la tranquilidad, Hilda pasaba los días en guardia, como esperando una tormenta que no llegaba, metiendo sillas y recogiendo la ropa. La suavidad de Jaime la desarmaba, un silencioso afecto que se derramaba sobre su cuerpo hasta ahogarla.

Al salir del gimnasio, visitó a la casa de Jimena para la tradicional reunión semanal que tenían. Paty llevó chop suey para la cena, un menú nuevo para Hilda. La posibilidad de comer con palillos la acobardó y pidió cubiertos a la dueña de casa.

—¿Qué tal el deporte, Hildi?—dijo Jimena.

—Me duele la cabeza nomás.

—Eso es porque nunca tomás suficiente agua, nena.

—Pero no me gusta.

¡Chake! La policía de la hidratación.

—Qué mala sos, Paty. Le digo porque hace bien nada más.

Imitó a las chicas untando salsa sobre el plato, pero al llevarse un bocado a la boca, este resbaló manchándole la ropa antes que pudiese reaccionar.

—¿Y qué tal con Jaime, nena?

—Es muy cariñoso, pero no sé

—¿Por qué? Me gusta para vos, nena

—A mí también.

La aprobación del grupo la desorientó, como una brújula al sur indicando que algo andaba mal. Un ingrediente que faltaba, como el café sin azúcar que se bebía en las mañanas luego de la gastritis.

Abandonó el cuarto anunciando que iba al baño.

Solas en el comedor, Paty y Jimena se miraron confundidas.

—Le hubiésemos regalado plata.

—Y sí, pero eso se acaba, Paty.

—Con eso se podía pagar una terapia, no sé.

—¿Qué hacemos, nena?

Abrieron la aplicación:

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